Creo que, poco a poco, voy conociendo más en detalle mis propios procesos. Tengo la sensación de que me voy dejando huellas a mí misma; que, a lo Hansel y Gretel, voy andando y dejando migas, piedras, señales, para luego desandar el camino (de forma errática o prevista, según el día, la hora y el clima) y recogerlas, y encontrar que hay en ellas una hermandad, que las habita un algo común, y que eso es la clave de lo que me persigue. Es un extraño circuito el que transito: persigo secretamente algo que secretamente me persigue. Nos encontramos de frente, nos damos la espalda, invertimos roles para poder sentirnos víctima y victimario a la vez, acechante y acechado, sujeto y objeto. Nos cambiamos de roles para conocernos más, y nos seguimos mirando como a extraños.
A veces, cuando creo que no voy hacia ningún lado, que no llegaré nunca a sujetar mi objeto -o a objetar mi sujeto, que es casi lo mismo desde aquí-, siento que no hay nada, que persigo el vacío y que todo esto es un complejo autoengaño que intento justificar ante el mundo.
Otras veces, más optimista, creo que sí, que está. Que me mira, que me seduce, que se esconde y me asusta apareciendo por ahí disfrazado de señas mías, de huellas, de migajas de pan que voy tirando casi sin darme cuenta para después recogerlas, mirarlas con otros ojos y guardarlas por ahí.
Creo que voy a acabar hablando con él, tenemos que negociar. Ni su aparente quietud de objeto, ni mi aparente movilidad sujeta me desaniman. Creo que existe, estoy casi segura, pero para probármelo necesito que hable conmigo, que hablemos. Si lo consigo, el resto está hecho.