27 abril 2008

Ser la memoria.

Hojas de ginkgo biloba en el Jardín Botánico de Valencia, hoy a la tarde.



Te gusta quedarte en la estación desierta
cuando no puedes abolir la memoria,
como las nubes de vapor
los contornos de las locomotoras,
y te gusta ver pasar el viento
que silba como un vagabundo
aburrido de caminar sobre los rieles.

Jorge Teillier.
Poema “Andenes” (fragmento), en El árbol de la memoria, 1961.


Ser la memoria.
Escrito hoy en el tren, desde y hacia Valencia.


1.En Mendoza.


Creo que la primera vez que vi un ginkgo (o, mejor, la primera vez que se presentó como tal ante mí) fue en la cuidad de Mendoza, en una placita de barrio, cerca de donde vivía mi padrino, en ese entonces. Debe haber sido por el año 1994.


Mi primer novio tuvo siempre una gran pasión por los árboles, y de él aprendí a prestarles atención, y a sentir atracción por ellos. Recuerdo que ese día me contó sobre el ginkgo biloba. Como él hacía bonsai, le había dado una tremenda emoción verlos (habían tres, creo) no sólo por ser bastante inusual encontrarlos, sino porque además uno de ellos tenía semillas. Si no me equivoco, logró que algunas germinaran.


2. En San Juan.

El único ginkgo que he visto en San Juan está en la vereda de la avenida Libertador, justo enfrente del museo Tornambé. No es muy frondoso, parece bastante joven. Cada vez que llegaba al trabajo lo miraba, siguiendo sus cambios según las estaciones.


3. En Valparaíso.

En la plaza Victoria, en el centro de Valparaíso, hay uno hermoso. Grande, muy alto y con mucho follaje, ocupa una parte importante del terreno. En esa plaza hay una pérgola, mesitas de ajedrez con viejos jugando eternos partidos, mucho turista y mucho trabajador tomándose un descanso. Recuerdo que tomé algunas hojas, con ayuda, porque mi altura no daba para llegar siquiera a las más bajas. Creo que fue en el 2000, o en el 2001.


4. En Nueva York.

La 5ª Avenida, en Manhattan, tiene algunos ginkgos. Pero hay una calle, quizás en Greenwich Village (no puedo recordar el nombre, pero estaba luminosa, soleada, ese día de verano) que está toda llena de ginkgo biloba. De poco follaje y troncos delgados y altos, no dan mucha sombra a la calle por su juventud, pero me pareció que le ponían un clima extraño, ajeno y contrastado junto al paisaje neoyorkino. Quizás sea la “orientalidad” de su figura; o la silenciosa eternidad que pesa sobre su especie. No sé. Fue a mediados del 2002.



5. En Buenos Aires.

Lo encontré en un barrio de clase media-alta, en Villa Pueyrredón, muy cerca de la casa de mi tío Hugo. Era pequeño, y estaba junto a unos árboles de flores anaranjadas en pleno desborde de primavera. Corté hojitas, para mi reciente (y luego frustrada) colección. Eso fue a fines del 2002.



6. El proyecto de recolección a distancia.


En 2003, cuando ya había juntado hojas de ginkgo de varios lugares, pensé que podía ampliar un poco la colección pidiéndole a los amigos que tengo lejos (y con los que estábamos empezando a trabajar a distancia) que busquen un ejemplar en su zona y me envíen algunas hojas por correo. Nunca llegué a proponerlo, pero no he dejado de pensarlo.



7. En Valencia.

El primero que vi en Valencia está en los Jardines de Ayora, a una parada de metro de mi anterior casa. Me llevé algunas hojas. Ya en la segunda etapa de mi estancia en esta ciudad, las rescaté de entre las páginas de un libro donde las había puesto a secar, y las puse en la pared de mi cuarto, clavadas como mariposas en un insectario. Ya se están decolorando.

Hoy, 27 de abril de 2008, conocí el ejemplar de ginkgo biloba que tiene el Jardín Botánico de Valencia. Es especialmente bello. Muy alto, de tronco fuerte y mucha fronda. Filtra la luz del sol a través de sus hojas primaverales, de un verde tierno, que superpuestas generan unas transparencias muy sutiles.

No dejo de ver, en su estructura y en los matices de su follaje, rasgos de algunas pinturas japonesas. Es bello ver cómo la vegetación ha influido en las grafías y los estilos pictóricos de ciertas culturas.


8. Mi pequeña y caótica colección.


Siempre me ha gustado mirar sus hojas: la forma en la que se desarrollan las nervaduras, tipo abanico, sin nervio central; las diferencias de tamaño y proporciones entre hoja y hoja, unas “acorazonadas”, bilobulares, otras lisas, más anchas o más angostas.

Para mi primera casa (en San Juan, en el 2002) armé unos cuadritos pequeños. Eran tres, con una hoja en cada uno. Me acompañaron en mi segunda casa y ahora estarán en alguna caja, perdiendo paulatinamente el verde (las hojas se van “amarronando” con la luz y con el tiempo). Algún día quizás vuelvan a mi pared.


9. “In memoriam...”. Un fósil viviente.


Muchas veces he lamentado no haber sido constante con mi recolección de hojas de ginkgo. El pensar en la antigüedad de esa especie me hace verlo como un punto clave en el movimiento del mundo. Como si fuesen marcas, hitos, en un recorrido heterogéneo, paisajística y culturalmente.

Una vez, hace poco más de diez años, un amigo músico me dijo algo sobre los árboles, que cambió mi percepción de su presencia entre la gente. “Los árboles son como explosiones”, me dijo, “pero con una temporalidad diferente”. Puro movimiento expansivo, pero con un tempo distinto, con una frecuencia que nuestro “reloj biológico” no nos permite apreciar.

Son testigos intemporales, si pensamos el tiempo como la experiencia vital de los humanos. Y esta especie en particular, fósil vivo, único superviviente de una especie de nada menos que 270 millones de años, cuyos ejemplares son capaces de vivir hasta 2.500 años (cuánta historia puede haber vivido), y que fue lo único que quedó con vida en el epicentro de la bomba de Hiroshima, remarca esta impresión de estar frente a un testigo de la Tierra.


Sé que en medicina se utiliza por sus propiedades para estimular la irrigación sanguínea, mejorando, entre otras cosas, el funcionamiento del cerebro. Y está empezando a aplicarse como coadyuvante para el mal de Alzheimer y la demencia senil, por sus condiciones para combatir la falta de memoria.

(Quizás, este árbol “es” la memoria).



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