01 febrero 2011

No somos binarios

(Artículo para la revista "Un pequeño deseo", Nº 17, Casa 13, Córdoba, diciembre de 2010.)



1. Sabemos lo que No Somos.
En 2005 escribí, desde mis tierras sanjuaninas, un artículo que intentaba abordar 'lo latinoamericano' y sus posibilidades de autoanálisis a partir de que los códigos que se utilizan no son construcciones propias, sino trozos de un lenguaje importado. En algunos de sus párrafos ponía:
Sabemos lo que No Somos. No somos Europa, pero tampoco somos 'América' (nombre apropiado por los Estados Unidos). Pablo Oyarzun1 se pregunta a qué debemos referirnos para convertir la respuesta en positiva: ¿A lo popular, lo hispánico, lo religioso, lo indígena, la selva, el paisaje elegíaco o violento, lo telúrico...? De tanto retroceder buscando lo propio acabamos despoblando América, y así podemos transformarla en un hueco, un espacio vacante de la representación, un teatro de operaciones. América está suspendida en la imaginación, es una hipótesis. Este tipo de búsqueda de lo nuestro, de puro interminable que se anuncia, tiende a quedar vacío.
Y así como el origen de América Latina es sombrío, su nombre está borroneado. Nuestra lengua es mestiza, las hablas se multiplican por cruces y cruzas. El castellano es el denominador común de un cúmulo de astillas, de un proceso continuo de fragmentación de la lengua. Nuestra experiencia primaria de la lengua, es una experiencia de desposeimiento, de expropiación. Hablar, para nosotros, es traducir, pero aquí falta el sistema desde el cual se traduce: no tenemos lengua propia.
Si no tenemos lengua propia, y nuestro origen se encuentra difuso y oscuro, ¿es posible pensar en la generación de una estética propia, de un código propio para mirar y analizar la producción artística local?”
En ese momento buscaba algún rasgo identitario en el net.art latinoamericano, algo distintivo frente a producciones de otros lugares. Dialogué con los artistas, tracé parámetros de análisis, dibujé caminos enredados, como quien pretende hallar el mapa del tesoro uniendo puntos móviles y parpadeantes.
Unos meses después de haber escrito eso, Evo Morales ganó las elecciones presidenciales de Bolivia. Algo de repente (me) mostraba una forma propia. Algo brilló. No lo veía muy claramente, me faltaban palabras. Aquí Kirchner llevaba dos años. No lo voté. No presté atención. Todavía resonaba el “Que se vayan todos”.
En octubre de 2006 me fui del país.




2. Vemos lo que nombramos.
En 2007, después de algunos meses en Valencia, retomé ese texto y lo convertí en un extenso artículo llamado “Vemos lo que nombramos”, que empezaba diciendo: 
 
La heladera
El refrigerador
La refrigeradora
El frigorífico
La fresquera
El congelador
La nevera
¿Son la misma cosa?
El encontrarme fuera de mi país de origen, viviendo en una cultura que es otra, pero que me es familiar -porque compartimos no sólo la lengua, sino también sangre, hábitos y partes de nuestra historia- me enfrentó nuevamente, con más asombro que certezas, a los modos de construirse el entorno que tenemos como seres sociales. Frágiles, temerosos, armamos trincheras de palabras en torno nuestro, para que el mundo se nos haga menos extraño.

La lengua es una convención basada en la arbitrariedad. Se asigna un sonido a un objeto y se acuerda socialmente que la aparición de uno traerá inmediatamente a la conciencia al otro, y que esa interlocución generará una idea común a los participantes. Así, siendo generales, se construye la lengua, y con ella el diálogo social.
Desde ese año me encontraba inmersa en un babel fascinante del castellano y su explosión de apropiaciones: modismos chilenos, mexicanos, ecuatorianos, paraguayos, peruanos, andaluces, madrileños... Todo lo que se oía filtraba extrañeza, aunque fuera entendido sin dificultad. Recuerdo que un día, una valenciana me dijo: “Que los argentinos hablen mal, vale, pero ¿que escriban como hablan? ¡ya es demasiado!”.
Yo, tomando a Nelly Richard, seguía:
El centro se auto-asigna el privilegio de la “identidad” mientras le reserva a la periferia el uso estereotipado de la “diferencia” como simple ilustración de contexto, destinada a exotizar o folclorizar la imagen del Otro. Este reparto de “identidad” (universalidad) y ”diferencia” (particularidad) entre “centro” y “periferia” le sirve para colocar a lo latinoamericano del lado de los contenidos (el “análisis cultural”: el relato antropológico, la sociología de la cultura, el testimonio político), mientras que lo no-latinoamericano -lo internacional- se encarga de la forma (la “crítica de arte” y la reflexión teórica).



Hay algo triste en ese escrito. Aunque termine en una arenga que reclama la construcción de “nombres propios” independientes de los modelos de análisis del primer mundo, hay todavía un hilo apesadumbrado, que yo en ese momento no podía percibir.
Viví cuatro años en España. Nunca dejé de leer los diarios argentinos. Seguí de cerca el flujo político y social de los países latinoamericanos.
Todos los años viajé, al menos por un mes, para verlo desde dentro.




3. No somos binarios.
Este año 2010 volví a vivir a Argentina. Volví politizada, entusiasmada, amando los procesos arriesgados que este país -y casi toda la región- se había atrevido a emprender. Volví discutiendo, opinando.
Otra vez retomé aquél texto, no ya para reescribirlo sino para dialogar con él, mirarme desde esas palabras y ver cómo las cosas (me) habían cambiado.
Estamos creando los nombres propios. Hay una lengua que se está hablando de este lado y que se expande horizontalmente. Cada vez tenemos más palabras en el diálogo social, y cada vez nos vemos más nítidos y claros a través de ellas. La palabra periferia cada vez está más fuera de esta lengua, porque la periferia confirma un centro, lo hace posible, y nosotros no somos binarios. Hay una lengua creciendo en red, que reescribe nuestra forma de mirar. 

 
1 Oyarzun, Pablo. Identidad, diferencias, mezcla: ¿pensar Latinoamérica?, publicado en América Latina. Continente fabulado. Compiladora: Rebeca León. Editorial Dolmen, Santiago,1997.

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